Post by lolo-del-polo on Apr 14, 2008 16:15:31 GMT -5
un texto de un amigo entrañable. la descripción de una iniciación, una iluminación....
LA SIEMBRA
Un buen día, de esto hace más de veinte años ya, comencé a hablar con una parte de mí mismo que dijo ser dios. Sí, sí, como suena, dijo ser dios; entre otras muchas cosas que no recuerdo ahora. Yo, por supuesto que no le creí, ¡cómo iba a creerle siendo ateo!, pero le seguí la corriente para ver qué pasaba.
Pues veréis. Lo que pasó es que, finalmente, esa parte de mí mismo, eso pienso que tenía que serlo a la fuerza puesto que se manifestaba por conducto de mi propia mente, no acabó de convencerme de que realmente fuera dios, ¡y eso que lo estuvo intentando durante décadas!, pero me convenció, eso sí, y completamente además, de la existencia de dios; en mí y en todo. ¿Curioso no?
Pues más curioso fue que, al poco de comenzar a hablar, ambos convinimos en que yo le llamaría padre y que él me llamaría hijo, para romper el hielo, para establecer una relación afectuosa también entre ambos, pues según dijo, el amor lo puede todo y me aseguró que su amor obraría milagros en mí. Yo, como estaba realmente falto de milagros, y puede que también de amor, de amor propio, que es el que más falta me hacía en aquellos momentos, acepté lo convenido por si acaso, por si me perdía algo importante por mi cabezonería negacionista; y a partir de ese momento le llamé padre.
Al principio, o sea, las primeras veces que ambos conversamos - que luego fueron muchas-, habida cuenta que yo era ateo y que no creía en dios alguno, me sentía un poco ridículo haciendo eso, llamándole padre digo, pero luego, con el paso del tiempo, me acostumbré a ello y ya no me resultaba tan engorroso llamarle de ese modo; incluso llegó a gustarme y a emocionarme profundamente hacerlo.
Las primeras conversaciones fueron cortas, como las que transcribo a continuación, pero luego, más tarde, con la confianza naciente y el calor del diálogo, fueron creciendo en volumen y contenido. Claro que, eso ya lo iréis comprobando vosotros mismos si os apetece leerlas, porque yo las pienso colgar todas en este blog.
Bueno, ahí va una muy cortita; de las primeras.
................
Dime, padre. ¿Qué debo hacer para ser feliz?
Cosechar, hijo mío, cosechar.
¿No querrás que me haga hortelano a estas alturas (tenía casi cuarenta años en aquellos momentos), verdad padre?
No hijo, no, lo que yo digo es que deberías cosechar alegrías, muchas alegrías.
¿Y cómo se hace eso, padre?
Sembrando alegrías, hijo mío, sembrando alegrías.
.......................................................
.- Supongo que se refería a sembrarlas en los demás.
LA SIEMBRA
Un buen día, de esto hace más de veinte años ya, comencé a hablar con una parte de mí mismo que dijo ser dios. Sí, sí, como suena, dijo ser dios; entre otras muchas cosas que no recuerdo ahora. Yo, por supuesto que no le creí, ¡cómo iba a creerle siendo ateo!, pero le seguí la corriente para ver qué pasaba.
Pues veréis. Lo que pasó es que, finalmente, esa parte de mí mismo, eso pienso que tenía que serlo a la fuerza puesto que se manifestaba por conducto de mi propia mente, no acabó de convencerme de que realmente fuera dios, ¡y eso que lo estuvo intentando durante décadas!, pero me convenció, eso sí, y completamente además, de la existencia de dios; en mí y en todo. ¿Curioso no?
Pues más curioso fue que, al poco de comenzar a hablar, ambos convinimos en que yo le llamaría padre y que él me llamaría hijo, para romper el hielo, para establecer una relación afectuosa también entre ambos, pues según dijo, el amor lo puede todo y me aseguró que su amor obraría milagros en mí. Yo, como estaba realmente falto de milagros, y puede que también de amor, de amor propio, que es el que más falta me hacía en aquellos momentos, acepté lo convenido por si acaso, por si me perdía algo importante por mi cabezonería negacionista; y a partir de ese momento le llamé padre.
Al principio, o sea, las primeras veces que ambos conversamos - que luego fueron muchas-, habida cuenta que yo era ateo y que no creía en dios alguno, me sentía un poco ridículo haciendo eso, llamándole padre digo, pero luego, con el paso del tiempo, me acostumbré a ello y ya no me resultaba tan engorroso llamarle de ese modo; incluso llegó a gustarme y a emocionarme profundamente hacerlo.
Las primeras conversaciones fueron cortas, como las que transcribo a continuación, pero luego, más tarde, con la confianza naciente y el calor del diálogo, fueron creciendo en volumen y contenido. Claro que, eso ya lo iréis comprobando vosotros mismos si os apetece leerlas, porque yo las pienso colgar todas en este blog.
Bueno, ahí va una muy cortita; de las primeras.
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Dime, padre. ¿Qué debo hacer para ser feliz?
Cosechar, hijo mío, cosechar.
¿No querrás que me haga hortelano a estas alturas (tenía casi cuarenta años en aquellos momentos), verdad padre?
No hijo, no, lo que yo digo es que deberías cosechar alegrías, muchas alegrías.
¿Y cómo se hace eso, padre?
Sembrando alegrías, hijo mío, sembrando alegrías.
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.- Supongo que se refería a sembrarlas en los demás.